sábado, 22 de marzo de 2025

Mis abuelos quieren hablar con usted.

 

Mis abuelos quieren hablar con usted

 






El consultorio de la psiquiatra Agatha era un refugio de tonos pastel donde se escuchaban suaves melodías, en una habitación que fue diseñada para calmar las mentes más inquietas. Pero aquella tarde, el aire se había cargado de una electricidad extraña, un presagio que la psiquiatra no supo interpretar a tiempo.

Matilda, una niña de siete años con ojos grandes y una melena castaña que le caía en dos coletas por los hombros y dejaba la frente descubierta, se sentó en la silla frente a Agatha, llevaba en sus pequeñas manos un dibujo arrugado que recién había terminado de dibujar y lo aferraba con superlativa fuerza contra su pecho.

Sus padres, Enrique y Zinia, esperaban en un sofá, contiguo al consultorio, su preocupación estaba grabada en sus rostros por las apariciones que Matilda decía ver.

—Matilda, ¿puedes contarme qué dibujaste? —preguntó Agatha, con voz cálida y melosa, produciendo un murmullo tranquilizador para la niña.

La niña extendió el dibujo. Dos figuras humanas, ancianas y encorvadas, se alzaban en el papel. Sus cabellos blancos brillaban con una luz espectral, y sus manos huesudas se aferraban a sendos bastones.

—Son mis abuelos —dijo Matilda, con su voz apagada con un susurro ronco—. ¡Vinieron a visitarme!

En ese instante una corriente de viento se hizo oír en un largo y agónico zumbido hasta que un golpe seco abrió la ventana que daba a la calle y la luz de un rayo iluminó la habitación.

Un escalofrío recorrió la espalda de Agatha al ver el dibujo.



—¿Matilda, son tus abuelos? —comenzó Agatha, pero la niña la interrumpió.

—Si, señorita. Están muertos. Pero a veces vienen a verme. Me dicen cosas.

Los padres de Matilda habían acudido a la consulta con Agatha desesperados. Su hija había comenzado a hablar de apariciones, de sombras que se movían en las esquinas de su habitación, de voces que susurraban su nombre en la oscuridad.

Agatha, una psiquiatra autoritaria y experimentada, había escuchado muchas historias a lo largo de su carrera. Pero la de Matilda tenía un aura de autenticidad que la inquietaba.

—Matilda, ¿qué te dicen tus abuelos? —preguntó Agatha, tratando de mantener la calma.

La niña se encogió de hombros. Miró hacia el piso porque no soportó la mirada punzante de la psiquiatra.

—Cosas. Secretos. Me dicen que no debo confiar en nadie.

La sesión continuó, con Matilda revelando detalles escalofriantes de sus encuentros con los fantasmas.

Agatha tomó notas, tratando de encontrar una explicación racional para las alucinaciones de la niña. Pero en el fondo, una semilla de duda comenzaba a germinar.

Al finalizar la sesión, Agatha acompañó a los padres de Matilda hasta la puerta. La niña se quedó atrás, jugando con sus lápices de colores.

Agatha les contó a los padres de Matilda sobre la sesión y se miraron con inquietud. Los abuelos de la niña habían fallecido trágicamente hacía años. Mucho antes que ella naciera.

—Gracias, psiquiatra —dijo Enrique, con un tono de alivio—. Esperamos que pueda ayudarnos.

—Haré todo lo posible —respondió Agatha, con una sonrisa forzada.

Justo cuando Agatha les cerraba la puerta, Matilda la abrió de un fuerte golpe con su pie, miró a los ojos a su psiquiatra, y le dijo con una voz autoritaria, mis abuelos quieren hablar con usted.

Agatha se quedó paralizada. La niña la miraba con una expresión seria, casi solemne.

—¿Qué quieren decirme? —preguntó Agatha, con un hilo de voz que se apagaba con cada palabra.

—No lo sé —respondió Matilda—. Pero dijeron que se quedarían un tiempo más en el consultorio con usted.

Un escalofrío helado recorrió la espalda de Agatha y su corazón aceleró su palpitar.

Sintió una presencia invisible a su alrededor, una sensación de que no estaba sola en la habitación.

—Matilda, tus abuelos... —comenzó Agatha, pero la niña la interrumpió.

—No les tenga miedo, psiquiatra. Ellos solo quieren ayudar.

Matilda se dio la vuelta y se fue, dejando a Agatha sola con sus pensamientos. Agatha cerró la puerta, sintiendo el sudor frío en sus manos y una transpiración más fría en su espalda.

Durante los siguientes días, Agatha se sumergió en la investigación. Buscó casos similares, consultó con colegas, leyó libros sobre fenómenos paranormales. Pero no encontró nada que explicara lo que estaba sucediendo.

...Las palabras de Matilda resonaron en su mente: "No les tenga miedo, psiquiatra. Ellos solo quieren ayudar".

 ¿Ayudar? ¿A quién? ¿Y cómo? – Se planteaba Agatha, aterrorizada.

Tiempo después, una noche, Agatha se quedó trabajando hasta tarde en su consultorio. Revisaba las notas de la sesión con Matilda, tratando de encontrar un patrón, una pista. De repente, sintió un cambio en el ambiente. El aire se volvió denso, y pesado. La luz del escritorio comenzó a titilar primero, y luego bajó su intensidad.

Levantó la vista y vio dos figuras en la esquina de la habitación. Eran los abuelos de Matilda, tal como aparecían en el dibujo. Sus ojos brillaban con una luz espectral, y sus labios se movían, aunque no emitían sonido alguno.

Agatha sintió un terror paralizante. Quiso gritar, pero su voz quedó atrapada en su garganta. Los fantasmas se acercaron, extendiendo sus manos huesudas hacia ella.

No había calidez, ni mensajes de protección. Solo una frialdad penetrante, un vacío que la envolvía. Los ojos de los ancianos, que antes solo eran figuras borrosas en un dibujo, ahora eran pozos oscuros, y aterradores.

Uno de los fantasmas extendió su mano, y Agatha sintió un contacto helado en su mejilla. No era una caricia, sino una marca, una impronta de lo sobrenatural. El otro fantasma se acercó tanto que su aliento inexistente rozó su oído, y una voz susurró, sin palabras, sino con un eco de lamentos apenas inteligibles - No manipules a nuestra nieta- escuchó horrorizada.

Agatha cerró los ojos, paralizada por el terror. Sintió que su mente se desgarraba, que su cordura se desvanecía. Cuando finalmente se atrevió a abrirlos, los fantasmas habían desaparecido, pero la sensación de su presencia permanente dejó un peso insoportable en el aire.

Agatha quedó sentada en su escritorio, temblando, con la mirada perdida en la oscuridad de la habitación. Sabía que algo había cambiado para siempre. Ya no era la misma psiquiatra racional y escéptica. Ahora, era una prisionera del miedo, marcada por el contacto con lo desconocido, condenada a vivir con el terror de saber que no estaba sola, y que nunca más lo estaría. Los fantasmas de Matilda se habían quedado con ella, para siempre.

Casi fin.

 

 

El Principio del fin.

Matilda fue una niña encantadora, inteligente y con poderes psicoquinéticos que le permitieron advertir todo tipo de intencionalidades en los adultos. Utilizó la imaginación de los fantasmas de sus abuelos para que Agatha se sintiera observada si en las sesiones de psicología se le ocurría manipular a sus pacientes.

 

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El fin del fin

La fantasía y la comedia se unieron en su máxima expresión cuando esta niñita, Martina Wormwood y Agatha Tronchatoro (de carácter fuerte, dominante, cruel, vil y perversa) filmaron la película Matilda de novela homónima que utilizó sus extrañas capacidades psicoquineticas para tratar con su irresponsable familia y su malvada directora.

Tenían los mismos nombres.

Tan solo fue una casualidad con la película.


Pablo Demkow