lunes, 14 de julio de 2025

Las Malas (valijas) protagonistas del peor viaje de tu vida.

 

 Se Abre el telón en Aeroparque

Lucrecia, con su melena castaña y ojos vivaces, repasaba mentalmente líneas de un monólogo. Con apenas 19 años, es actriz de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y es capaz de convertir cada espacio en su escenario personal, y la sala de embarque del aeropuerto no era la excepción. Pensaba en dar una alegría al público cansado de esperar que se despeje la niebla, para viajar tal cual sus deseos a los lugares elegidos del planeta. Después de todo, tanta gente aburrida en la sala de embarque se merecía una próspera y cuidada actuación estelar.


Seis horas de demora, mostraba el agotamiento y el estrés de muchos, que bien hubiese venido una representación teatral.

Con el sol de la tarde filtrándose por los ventanales, el anuncio tan esperado por fin resonó por los altavoces: "Pasajeros del vuelo de LATAM con destino a São Paulo, por favor diríjanse a la puerta de embarque". Un suspiro colectivo de alivio recorrió la sala. Lo que no sabían es que ese alivio sería efímero.

 


El avión despegó con un zumbido ensordecedor, rompiendo la quietud del cielo gris de la capital porteña. A bordo, la tensión se disipaba lentamente, reemplazada por la expectativa de la conexión en São Paulo y el ansiado destino final: Barcelona.

Lucrecia, ya menos tensa, durmió plácidamente todo el viaje, mientras que Pablo preocupado porqué investigó en Internet y no encontró ningún vuelo entre Brasil y Europa hasta el día siguiente. Nora y Ana Luisa, por su parte, reanudaban su animada charla sobre las últimas novedades de Venado Tuerto, y la esperanza de ver cuanto antes a sus hijos. Adriana degustaba un caramelo, mientras escuchaba algún sabelotodo que hablaba sobre aviones y conexiones.

 

Al lado de Lucrecia, con la serenidad de sus muchos años, estaba Pablo, de Hurlingham. Su semblante tranquilo contrastaba con la impaciencia general, pero no ocultaba su preocupación, mientras tecleaba en su celular. Delante de ellos se ubicaban Nora y Ana Luisa, una de cada lado del pasillo, dos consuegras y vecinas de Venado Tuerto, Santa Fe. Compartían chismes e ilusiones, ajenas al drama que se cocinaba a fuego lento. Nora, la más soñadora, intentaba ver el lado positivo, mientras Ana Luisa, la más pragmática, comenzaba a preocuparse por el retraso. Unas filas más atrás, Adriana, con su acento cordobés inconfundible y una sonrisa dispuesta, consultaba su reloj con impaciencia. Su paciencia, al igual que la de Nora y Ana Luisa, comenzaba a deshilacharse.

 

 


El Laberinto de Guarulhos

La llegada al Aeropuerto Internacional de Guarulhos fue como descender a otra dimensión. El reloj avanzaba en la oscuridad y la agitación del aeropuerto contrastaba con lo esperado por los pasajeros. La noticia cayó como un balde de agua fría: habían perdido la conexión a Barcelona. El vuelo de LATAM ya había partido.

 

"Pero ¡cómo es posible!", exclamó Adriana, su voz elevándose por encima del murmullo general, teñida de una frustración que solo un viaje largamente planeado puede generar.

 

Lucrecia, con su instinto dramático, ya visualizaba la escena en su mente. "Esto es oro para un guion", pensó, mientras observaba el desconcierto en los rostros de sus compañeros de infortunio.

 

Fue Pablo quien tomó las riendas. Con un portugués rudimentario pero efectivo, forjado en viejos viajes de trabajo, se acercó a una asistente de LATAM, donde una fila desordenada de pasajeros exasperados se extendía sin fin. "Necesitamos ayuda, nuestra conexión a Barcelona se perdió por el retraso de Buenos Aires", explicó.

 


La respuesta de la aerolínea fue un voucher para un hotel, la cena y el traslado. Una solución a medias para un problema mayúsculo. La pérdida del equipaje, en ese momento, era solo una sombra lejana, una posibilidad incómoda que nadie quería nombrar en voz alta, pero la sospecha cobraba cada vez más fuerza.

 

"Esto es una aventura, chicas", intentó animar Nora, con una sonrisa forzada, mientras Ana Luisa fruncía el ceño, pensando en las valijas llenas de regalos para sus hijos, cuidadosamente seleccionados durante meses.

 

El viaje en el auto hacia el hotel fue un silencio tenso, solo interrumpido por el murmullo de los aviones que despegaban o aterrizaban en Guarullos. La cena en el hotel, un bufé sin grandes pretensiones se desarrolló en un ambiente de resignación. La camaradería comenzó a forjarse en la adversidad. "Deberíamos armar un grupo de WhatsApp para mantenernos conectados", sugirió Lucrecia, sacando su celular con la rapidez propia de su generación. "Para no perdernos en este caos".

 

Nació así "El peor viaje de tu vida", un nombre que en ese momento parecía premonitorio, pero que con el tiempo se convertiría en un chiste interno, una bandera de su improbable alianza.

 


La Odisea de las malas podríamos llamarlo también, Valijas en portugués se dice malas y lo peor, la Resignación.

El día siguiente amaneció gris, reflejando el ánimo del grupo. Volvieron al aeropuerto, recorrieron innumerables oficinas, hablaron con agentes de LATAM que parecían entrenados para la evasión, con personal de seguridad que apenas les prestaba atención, con empleados de limpieza que no entendían sus lamentos, con quien se cruzara en su camino. Pero el resultado fue siempre el mismo: "No hay información sobre su equipaje". Las horas pasaron entre mostrador y mostrador, un laberinto burocrático que parecía no tener fin.

 

"¡Es increíble! ¿Cómo pueden perder tantas valijas de un mismo vuelo?", se quejó Adriana, su voz ya con un matiz de desesperación. "¡Nunca me había pasado algo así en tantos años de viajar!"

 

Pablo, con su diplomacia y su paciencia de años, intentaba mediar, traducir, y mantener la calma. Escuchaba atentamente las respuestas en portugués, por más vacías que fueran, y las retransmitía al grupo, suavizando la dureza de las negativas. Lucrecia, por su parte, observaba, absorbiendo cada gesto, cada expresión de frustración, cada palabra de impotencia. Sabía que todo aquello sería material invaluable para su guion, los matices de la desesperación en un aeropuerto, la forma en que la gente reacciona bajo presión.

 


Nora, con su optimismo innato, intentaba ver el lado positivo. "Al menos tenemos un techo y comida, ¿no? Y estamos juntos, que ya es mucho". Ana Luisa, en cambio, estaba visiblemente más preocupada por la falta de sus valijas. "Mis cremas, mis medicinas, ¡todo está ahí!", se lamentaba, pensando en los blísteres para dos meses que la ayudaban con su salud.

Casi sobre la hora pudieron realizar la denuncia en bagajes extraviados y cambiar el protocolo para que lleven las malas, perdón las valijas a Barcelona.

 

Finalmente, LATAM les ofreció un nuevo vuelo, esta vez con escala en Madrid, y luego a Barcelona. La esperanza, aunque tenue, se reavivó. La idea de avanzar, aunque fuera un paso más, les daba un nuevo aliento.

Sin embargo, el destino no parecía dispuesto a darles tregua. El vuelo  Madrid también sumó ansiedad a su ya extenuante viaje. Lucrecia, a pesar del cansancio, tomó notas mentales sobre la iluminación tenue y el desfile de rostros anónimos, cada uno con su propia historia de viaje.

 


Barcelona, ¿Finalmente?

La llegada a Barcelona fue agridulce. ¡Las malas estaban con nosotros! Primero esperar 60 minutos en Madrid, dentro de la aeronave para que nos dieran pista para el despegue. Luego llegar a la capital catalana y esperar dentro del avión porque no funcionaba la manga.

La belleza de la ciudad se alzaba ante ellos, con su arquitectura modernista y el aire mediterráneo, pero la preocupación por el equipaje eclipsaba cualquier atisbo de alegría. En la cinta de equipaje, la desilusión se cernió sobre ellos como una densa niebla. Sus valijas otra vez no estaban.

 

"¡Otra vez no!", exclamó Lucrecia, con un aire de fatalidad cómica, casi teatral. "Esto ya es absurdo".

 

Pablo, una vez más negociador. Hablemos con el personal del aeropuerto, llenemos formularios con paciencia infinita, describamos nuestras pertenencias hasta el más mínimo detalle —el color de la maleta, la marca, si tenía algún distintivo—.

 Pero la respuesta fue siempre la misma: "Estamos investigando, les avisaremos". La impotencia era palpable.

 

Los primeros tres días en Barcelona fueron una mezcla de turismo forzado y desesperación. Recorrieron algunos lugares con ropa prestada o comprada a las apuradas en tiendas de souvenirs. Caminaron por las empinadas calles, pero la preocupación por sus pertenencias los seguía como una sombra. La bronca era palpable, un nudo en el estómago que les impedía disfrutar plenamente de la ciudad.

 

"Estoy cansada de esta ropa", se lamentó Nora, con una mueca de fastidio. "¡Quiero mis cosas! Mis zapatos cómodos, mi ropa para salir a cenar. Esto es una tortura".

 

Ana Luisa, acostumbrada a la comodidad y las rutinas de su hogar en Venado Tuerto, junto con Nora sentían la incomodidad de la situación de manera más aguda. "Nunca imaginé que un viaje pudiera ser tan estresante", suspiró Ana Luisa, extrañando sus pantuflas y su pijama de seda. Nora intentaba mantener el ánimo, señalando cada detalle bonito de la ciudad, pero incluso su optimismo flaqueaba.

 

Lucrecia, con su espíritu más joven, intentaba encontrar el lado positivo. "Miren, al menos estamos conociendo Barcelona... de una forma muy particular, eso sí". Pero incluso ella admitía que la falta de sus efectos personales le restaba encanto a la experiencia. Pablo, por su parte, se dedicaba a buscar soluciones alternativas, revisando foros de viajeros y contactando con amigos que vivían en España, en busca de algún consejo.

 


El Reencuentro y la Semilla del Guion

Al cuarto día, cuando la esperanza comenzaba a desvanecerse y estaban a punto de considerar darse por vencidos, un mensaje en el grupo de WhatsApp de "El peor viaje de tu vida" hizo vibrar los celulares. Era del aeropuerto: "¡Han aparecido las valijas!"

 

La noticia fue recibida con una mezcla de incredulidad y euforia. Un grito de alegría ahogado de Lucrecia, una exclamación de Ana Luisa, una risa nerviosa de Nora, y un suspiro de alivio de Pablo. Se dirigieron al aeropuerto con una mezcla de ansiedad y expectación, casi sin creerlo. Y allí estaban, maltrechas, con etiquetas de aeropuertos desconocidos, sucias de tanto trasiego, pero milagrosamente intactas. El alivio fue inmenso. Los abrazos se sucedieron, las risas de desahogo resonaron en el hall del aeropuerto, captando la atención de otros viajeros que los miraban con curiosidad.

 


"¡Lo logramos!", gritó Nora, con los brazos en alto, como si hubiera ganado una medalla de oro.

 

Lucrecia observó la escena, una sonrisa se dibujó en sus labios, una genuina, liberada. Tenía todos los elementos. Las seis horas de retraso en el Aeroparque de la Ciudad de Buenos Aires, la conexión perdida en São Paulo, el peregrinar por las oficinas de Guarulhos, la odisea de las valijas, los días en Barcelona sin pertenencias, y, sobre todo, la improbable unión de cinco desconocidos, de diferentes edades y lugares, forjando una amistad en la adversidad.

 

"Chicos", dijo Lucrecia, con un brillo particular en sus ojos, la chispa de la inspiración encendida. "Esto es una historia. Una gran historia. Y tengo la idea para un guion".

 

Adriana, Nora, Ana Luisa y Pablo la miraron con curiosidad, el cansancio aún presente, pero con un brillo renovado en sus ojos.

 


"Se llamará 'El peor viaje de tu vida'", continuó Lucrecia, con entusiasmo contagioso, "y narrará todas nuestras desventuras, desde la neblina de Aeroparque hasta el reencuentro con nuestras valijas en Barcelona. Y, por supuesto, el nacimiento de nuestra inesperada amistad, de cómo nos unimos para sobrevivir a todo esto".

 

Pablo sonrió, asintiendo con la cabeza. "Y yo te ayudo con las partes en portugués", dijo, guiñándole un ojo a la joven actriz. "Y con la burocracia, que de eso ya me hice un experto".

 

Nora y Ana Luisa se rieron, imaginando sus propias interpretaciones en la obra, quizás exagerando un poco sus propias reacciones para el efecto dramático. "Yo quiero hacer de la consuegra desesperada por sus cremas", bromeó Ana Luisa. "Y yo de la optimista a pesar de todo", añadió Nora, ambas asintiendo con complicidad.




 

La odisea había terminado, pero de ella había brotado algo inesperado: la semilla de una amistad profunda, de esas que se forjan en la adversidad, y la inspiración para una historia que, algún día, tal vez se contaría en un escenario, recordándoles que incluso en los peores viajes, pueden surgir las mejores aventuras y los lazos más inesperados. Y así, de un caos logístico, nació una pieza de arte en potencia, un testimonio de la resiliencia humana y el humor que se encuentra en los momentos más inesperados, un recordatorio de que a veces, perderse es la mejor manera de encontrarse.

 

 


sábado, 22 de marzo de 2025

Mis abuelos quieren hablar con usted.

 

Mis abuelos quieren hablar con usted

 






El consultorio de la psiquiatra Agatha era un refugio de tonos pastel donde se escuchaban suaves melodías, en una habitación que fue diseñada para calmar las mentes más inquietas. Pero aquella tarde, el aire se había cargado de una electricidad extraña, un presagio que la psiquiatra no supo interpretar a tiempo.

Matilda, una niña de siete años con ojos grandes y una melena castaña que le caía en dos coletas por los hombros y dejaba la frente descubierta, se sentó en la silla frente a Agatha, llevaba en sus pequeñas manos un dibujo arrugado que recién había terminado de dibujar y lo aferraba con superlativa fuerza contra su pecho.

Sus padres, Enrique y Zinia, esperaban en un sofá, contiguo al consultorio, su preocupación estaba grabada en sus rostros por las apariciones que Matilda decía ver.

—Matilda, ¿puedes contarme qué dibujaste? —preguntó Agatha, con voz cálida y melosa, produciendo un murmullo tranquilizador para la niña.

La niña extendió el dibujo. Dos figuras humanas, ancianas y encorvadas, se alzaban en el papel. Sus cabellos blancos brillaban con una luz espectral, y sus manos huesudas se aferraban a sendos bastones.

—Son mis abuelos —dijo Matilda, con su voz apagada con un susurro ronco—. ¡Vinieron a visitarme!

En ese instante una corriente de viento se hizo oír en un largo y agónico zumbido hasta que un golpe seco abrió la ventana que daba a la calle y la luz de un rayo iluminó la habitación.

Un escalofrío recorrió la espalda de Agatha al ver el dibujo.



—¿Matilda, son tus abuelos? —comenzó Agatha, pero la niña la interrumpió.

—Si, señorita. Están muertos. Pero a veces vienen a verme. Me dicen cosas.

Los padres de Matilda habían acudido a la consulta con Agatha desesperados. Su hija había comenzado a hablar de apariciones, de sombras que se movían en las esquinas de su habitación, de voces que susurraban su nombre en la oscuridad.

Agatha, una psiquiatra autoritaria y experimentada, había escuchado muchas historias a lo largo de su carrera. Pero la de Matilda tenía un aura de autenticidad que la inquietaba.

—Matilda, ¿qué te dicen tus abuelos? —preguntó Agatha, tratando de mantener la calma.

La niña se encogió de hombros. Miró hacia el piso porque no soportó la mirada punzante de la psiquiatra.

—Cosas. Secretos. Me dicen que no debo confiar en nadie.

La sesión continuó, con Matilda revelando detalles escalofriantes de sus encuentros con los fantasmas.

Agatha tomó notas, tratando de encontrar una explicación racional para las alucinaciones de la niña. Pero en el fondo, una semilla de duda comenzaba a germinar.

Al finalizar la sesión, Agatha acompañó a los padres de Matilda hasta la puerta. La niña se quedó atrás, jugando con sus lápices de colores.

Agatha les contó a los padres de Matilda sobre la sesión y se miraron con inquietud. Los abuelos de la niña habían fallecido trágicamente hacía años. Mucho antes que ella naciera.

—Gracias, psiquiatra —dijo Enrique, con un tono de alivio—. Esperamos que pueda ayudarnos.

—Haré todo lo posible —respondió Agatha, con una sonrisa forzada.

Justo cuando Agatha les cerraba la puerta, Matilda la abrió de un fuerte golpe con su pie, miró a los ojos a su psiquiatra, y le dijo con una voz autoritaria, mis abuelos quieren hablar con usted.

Agatha se quedó paralizada. La niña la miraba con una expresión seria, casi solemne.

—¿Qué quieren decirme? —preguntó Agatha, con un hilo de voz que se apagaba con cada palabra.

—No lo sé —respondió Matilda—. Pero dijeron que se quedarían un tiempo más en el consultorio con usted.

Un escalofrío helado recorrió la espalda de Agatha y su corazón aceleró su palpitar.

Sintió una presencia invisible a su alrededor, una sensación de que no estaba sola en la habitación.

—Matilda, tus abuelos... —comenzó Agatha, pero la niña la interrumpió.

—No les tenga miedo, psiquiatra. Ellos solo quieren ayudar.

Matilda se dio la vuelta y se fue, dejando a Agatha sola con sus pensamientos. Agatha cerró la puerta, sintiendo el sudor frío en sus manos y una transpiración más fría en su espalda.

Durante los siguientes días, Agatha se sumergió en la investigación. Buscó casos similares, consultó con colegas, leyó libros sobre fenómenos paranormales. Pero no encontró nada que explicara lo que estaba sucediendo.

...Las palabras de Matilda resonaron en su mente: "No les tenga miedo, psiquiatra. Ellos solo quieren ayudar".

 ¿Ayudar? ¿A quién? ¿Y cómo? – Se planteaba Agatha, aterrorizada.

Tiempo después, una noche, Agatha se quedó trabajando hasta tarde en su consultorio. Revisaba las notas de la sesión con Matilda, tratando de encontrar un patrón, una pista. De repente, sintió un cambio en el ambiente. El aire se volvió denso, y pesado. La luz del escritorio comenzó a titilar primero, y luego bajó su intensidad.

Levantó la vista y vio dos figuras en la esquina de la habitación. Eran los abuelos de Matilda, tal como aparecían en el dibujo. Sus ojos brillaban con una luz espectral, y sus labios se movían, aunque no emitían sonido alguno.

Agatha sintió un terror paralizante. Quiso gritar, pero su voz quedó atrapada en su garganta. Los fantasmas se acercaron, extendiendo sus manos huesudas hacia ella.

No había calidez, ni mensajes de protección. Solo una frialdad penetrante, un vacío que la envolvía. Los ojos de los ancianos, que antes solo eran figuras borrosas en un dibujo, ahora eran pozos oscuros, y aterradores.

Uno de los fantasmas extendió su mano, y Agatha sintió un contacto helado en su mejilla. No era una caricia, sino una marca, una impronta de lo sobrenatural. El otro fantasma se acercó tanto que su aliento inexistente rozó su oído, y una voz susurró, sin palabras, sino con un eco de lamentos apenas inteligibles - No manipules a nuestra nieta- escuchó horrorizada.

Agatha cerró los ojos, paralizada por el terror. Sintió que su mente se desgarraba, que su cordura se desvanecía. Cuando finalmente se atrevió a abrirlos, los fantasmas habían desaparecido, pero la sensación de su presencia permanente dejó un peso insoportable en el aire.

Agatha quedó sentada en su escritorio, temblando, con la mirada perdida en la oscuridad de la habitación. Sabía que algo había cambiado para siempre. Ya no era la misma psiquiatra racional y escéptica. Ahora, era una prisionera del miedo, marcada por el contacto con lo desconocido, condenada a vivir con el terror de saber que no estaba sola, y que nunca más lo estaría. Los fantasmas de Matilda se habían quedado con ella, para siempre.

Casi fin.

 

 

El Principio del fin.

Matilda fue una niña encantadora, inteligente y con poderes psicoquinéticos que le permitieron advertir todo tipo de intencionalidades en los adultos. Utilizó la imaginación de los fantasmas de sus abuelos para que Agatha se sintiera observada si en las sesiones de psicología se le ocurría manipular a sus pacientes.

 

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El fin del fin

La fantasía y la comedia se unieron en su máxima expresión cuando esta niñita, Martina Wormwood y Agatha Tronchatoro (de carácter fuerte, dominante, cruel, vil y perversa) filmaron la película Matilda de novela homónima que utilizó sus extrañas capacidades psicoquineticas para tratar con su irresponsable familia y su malvada directora.

Tenían los mismos nombres.

Tan solo fue una casualidad con la película.


Pablo Demkow