Mis abuelos quieren hablar con usted
El consultorio de la psiquiatra
Agatha era un refugio de tonos pastel donde se escuchaban suaves melodías, en
una habitación que fue diseñada para calmar las mentes más inquietas. Pero
aquella tarde, el aire se había cargado de una electricidad extraña, un
presagio que la psiquiatra no supo interpretar a tiempo.
Matilda, una niña de siete
años con ojos grandes y una melena castaña que le caía en dos coletas por los
hombros y dejaba la frente descubierta, se sentó en la silla frente a Agatha, llevaba
en sus pequeñas manos un dibujo arrugado que recién había terminado de dibujar
y lo aferraba con superlativa fuerza contra su pecho.
Sus padres, Enrique y Zinia, esperaban
en un sofá, contiguo al consultorio, su preocupación estaba grabada en sus
rostros por las apariciones que Matilda decía ver.
—Matilda, ¿puedes contarme qué
dibujaste? —preguntó Agatha, con voz cálida y melosa, produciendo un murmullo
tranquilizador para la niña.
La niña extendió el dibujo.
Dos figuras humanas, ancianas y encorvadas, se alzaban en el papel. Sus
cabellos blancos brillaban con una luz espectral, y sus manos huesudas se
aferraban a sendos bastones.
—Son mis abuelos —dijo
Matilda, con su voz apagada con un susurro ronco—. ¡Vinieron a visitarme!
En ese instante una corriente
de viento se hizo oír en un largo y agónico zumbido hasta que un golpe seco abrió
la ventana que daba a la calle y la luz de un rayo iluminó la habitación.
Un escalofrío recorrió la
espalda de Agatha al ver el dibujo.
—¿Matilda, son tus abuelos?
—comenzó Agatha, pero la niña la interrumpió.
—Si, señorita. Están muertos.
Pero a veces vienen a verme. Me dicen cosas.
Los padres de Matilda habían
acudido a la consulta con Agatha desesperados. Su hija había comenzado a hablar
de apariciones, de sombras que se movían en las esquinas de su habitación, de
voces que susurraban su nombre en la oscuridad.
Agatha, una psiquiatra autoritaria
y experimentada, había escuchado muchas historias a lo largo de su carrera.
Pero la de Matilda tenía un aura de autenticidad que la inquietaba.
—Matilda, ¿qué te dicen tus
abuelos? —preguntó Agatha, tratando de mantener la calma.
La niña se encogió de hombros.
Miró hacia el piso porque no soportó la mirada punzante de la psiquiatra.
—Cosas. Secretos. Me dicen que
no debo confiar en nadie.
La sesión continuó, con
Matilda revelando detalles escalofriantes de sus encuentros con los fantasmas.
Agatha tomó notas, tratando de
encontrar una explicación racional para las alucinaciones de la niña. Pero en
el fondo, una semilla de duda comenzaba a germinar.
Al finalizar la sesión, Agatha
acompañó a los padres de Matilda hasta la puerta. La niña se quedó atrás,
jugando con sus lápices de colores.
Agatha les contó a los padres
de Matilda sobre la sesión y se miraron con inquietud. Los abuelos de la niña
habían fallecido trágicamente hacía años. Mucho antes que ella naciera.
—Gracias, psiquiatra —dijo
Enrique, con un tono de alivio—. Esperamos que pueda ayudarnos.
—Haré todo lo posible
—respondió Agatha, con una sonrisa forzada.
Justo cuando Agatha les cerraba
la puerta, Matilda la abrió de un fuerte golpe con su pie, miró a los ojos a su
psiquiatra, y le dijo con una voz autoritaria, mis abuelos quieren hablar con
usted.
Agatha se quedó paralizada. La
niña la miraba con una expresión seria, casi solemne.
—¿Qué quieren decirme?
—preguntó Agatha, con un hilo de voz que se apagaba con cada palabra.
—No lo sé —respondió Matilda—.
Pero dijeron que se quedarían un tiempo más en el consultorio con usted.
Un escalofrío helado recorrió
la espalda de Agatha y su corazón aceleró su palpitar.
Sintió una presencia invisible
a su alrededor, una sensación de que no estaba sola en la habitación.
—Matilda, tus abuelos...
—comenzó Agatha, pero la niña la interrumpió.
—No les tenga miedo, psiquiatra.
Ellos solo quieren ayudar.
Matilda se dio la vuelta y se
fue, dejando a Agatha sola con sus pensamientos. Agatha cerró la puerta,
sintiendo el sudor frío en sus manos y una transpiración más fría en su
espalda.
Durante los siguientes días,
Agatha se sumergió en la investigación. Buscó casos similares, consultó con
colegas, leyó libros sobre fenómenos paranormales. Pero no encontró nada que
explicara lo que estaba sucediendo.
...Las palabras de Matilda
resonaron en su mente: "No les tenga miedo, psiquiatra. Ellos solo quieren
ayudar".
¿Ayudar? ¿A quién? ¿Y cómo? – Se planteaba Agatha,
aterrorizada.
Tiempo después, una noche,
Agatha se quedó trabajando hasta tarde en su consultorio. Revisaba las notas de
la sesión con Matilda, tratando de encontrar un patrón, una pista. De repente,
sintió un cambio en el ambiente. El aire se volvió denso, y pesado. La luz del
escritorio comenzó a titilar primero, y luego bajó su intensidad.
Levantó la vista y vio dos
figuras en la esquina de la habitación. Eran los abuelos de Matilda, tal como
aparecían en el dibujo. Sus ojos brillaban con una luz espectral, y sus labios
se movían, aunque no emitían sonido alguno.
Agatha sintió un terror
paralizante. Quiso gritar, pero su voz quedó atrapada en su garganta. Los
fantasmas se acercaron, extendiendo sus manos huesudas hacia ella.
No había calidez, ni mensajes
de protección. Solo una frialdad penetrante, un vacío que la envolvía. Los ojos
de los ancianos, que antes solo eran figuras borrosas en un dibujo, ahora eran
pozos oscuros, y aterradores.
Uno de los fantasmas extendió
su mano, y Agatha sintió un contacto helado en su mejilla. No era una caricia,
sino una marca, una impronta de lo sobrenatural. El otro fantasma se acercó
tanto que su aliento inexistente rozó su oído, y una voz susurró, sin palabras,
sino con un eco de lamentos apenas inteligibles - No manipules a nuestra nieta-
escuchó horrorizada.
Agatha cerró los ojos,
paralizada por el terror. Sintió que su mente se desgarraba, que su cordura se
desvanecía. Cuando finalmente se atrevió a abrirlos, los fantasmas habían
desaparecido, pero la sensación de su presencia permanente dejó un peso
insoportable en el aire.
Agatha quedó sentada en su
escritorio, temblando, con la mirada perdida en la oscuridad de la habitación.
Sabía que algo había cambiado para siempre. Ya no era la misma psiquiatra
racional y escéptica. Ahora, era una prisionera del miedo, marcada por el
contacto con lo desconocido, condenada a vivir con el terror de saber que no
estaba sola, y que nunca más lo estaría. Los fantasmas de Matilda se habían
quedado con ella, para siempre.
Casi
fin.
El Principio del fin.
Matilda fue una niña
encantadora, inteligente y con poderes psicoquinéticos que le permitieron
advertir todo tipo de intencionalidades en los adultos. Utilizó la imaginación
de los fantasmas de sus abuelos para que Agatha se sintiera observada si en las
sesiones de psicología se le ocurría manipular a sus pacientes.
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El fin del fin
La fantasía y la comedia se unieron
en su máxima expresión cuando esta niñita, Martina Wormwood y Agatha
Tronchatoro (de carácter fuerte, dominante, cruel, vil y perversa) filmaron la
película Matilda de novela homónima que utilizó sus extrañas capacidades
psicoquineticas para tratar con su irresponsable familia y su malvada
directora.
Tenían los mismos nombres.
Tan solo fue una casualidad
con la película.
Pablo Demkow